Todos somos un poco fetichistas, y no me refiero al ámbito sexual. Tras esta primera frase que me proporcionará innumerables visitas desde consultas guarras en Google aclarar que me refiero a que todos tenemos algún objeto o prenda al que, al margen de resultarnos útil o estéticamente bonito, le tenemos un especial cariño que lo vuelve insustituible.
Recuerdo un pequeño peluche que tenía de pequeño. Un pequeño perro marrón de nombre Tristón (nombre comercial, no lo bauticé yo) con el que desde que nací dormía cada noche. Un día en el Catecismo (sí, incluso los que no somos precisamente ejemplos de Fe tenemos un pasado) la tutora nos invitó a llevar el próximo día nuestro peluche favorito a la clase. Yo, como no podía ser de otra manera, decidí que Tristón debería ser el elegido. Sin embargo tristemente ese mismo día a la salida de la Catequesis cuando bajaba las escaleras de la mansión de estilo barroco que acogía las clases entre la multitud de niños se me escapó de la mano el peluche, y pese a mis esfuerzos, nunca más volví a encontrarlo. Pese a contar casi con nueve años no fueron pocas las lágrimas que vertí por aquel peluche, aunque debo confesar que en mi infancia he sido, más que sensible, llorón. Mis padres se sintieron obligados a reemplazar aquel muñeco de felpa para consolar a su hijo, pero no consiguieron encontrar un modelo similar (probablemente hubiera sido igual aunque lo hubieran encontrado) y durante mucho tiempo sentí la nostalgia de su pérdida.
A día de hoy cuento con varios de estos fetiches. El ratón del ordenador desde el que escribo tiene ya marcas evidentes del paso del tiempo. La pintura está desgastada en la zona de los botones y donde se apoya la mano, y el logotipo de la marca ha desaparecido completamente. No es un deterioro gratuito: me acompaña desde mi primer ordenador hace ya una porrada de años (¿ocho años? ¿Tal vez nueve? ¿Más? ). Aún así sigue funcionando como el primer día.
También conservo aún por ahí mi primera revista cochina, a la que no sería cabal decir que le tengo cariño, pero sí me recuerda los tiempos en los que los adolescentes de quince años no disponíamos de Internet para saciar nuestros incipientes bajos instintos. Me hace esbozar una sonrisa muda recordar aquellos días. El nerviosismo al comprarla, la tensión por la necesidad de mantenerla oculta en una casa donde era difícil mantener un secreto, la admiración de mis espinillados congéneres…
Sin embargo en la actualidad mi principal fetiche (siempre manteniendo la acepción que he mantenido durante todo el texto) es uno muy diferente: un simple pijama. Un sencillo esquijama granate y gris. Y el motivo que me ha invitado a escribir esto es que… se muere. No recuerdo desde cuando lo tengo ni tampoco cuando se convirtió en mi favorito, pero de ambas cosas puedo asegurar que hace mucho. Y pese a que estoy seguro que he crecido mucho desde entonces (estoy hablando de muchos años), sigue quedándome igual: cómodo, no demasiado suelto ni demasiado prieto. Así que he llegado a la conclusión que ha crecido conmigo. En definitiva, es una entidad con vida propia: como el traje negro de Spiderman. No obstante el pobre ha alcanzado la ancianidad de los simbiontes y empieza a acusar el paso del tiempo. Las cicatrices recosidas le empiezan a pasar factura, nuevos agujeritos surgen espontáneamente por su entramado y el color ya no es el que era. Sin embargo yo soy hombre de un solo pijama, así que aún a día de hoy sólo tengo ojos para él. No sé cuánto tiempo le quedará, pero pienso vivirlo con él intensamente hasta el final. Por eso he querido rendirle este pequeño homenaje. Para que cuando no esté su espíritu siga presente. Sólo me resta decir, mientras me golpeo con el puño en el pecho y me muerdo el labio inferior emocionado, Va por ti campeón ;_;