Caminaba despacio y cautelosamente. Dejaba que a cada paso el pie se le hundiese profundamente con un sonido húmedo viscoso en el espeso fango que alfombraba el camino. Aún así, en más de una ocasión se encontró tambaleándose e incluso apoyando una rodilla en el suelo para prevenir una caída estrepitosa. La desgastada capucha de algodón que le cubría la cabeza hacía tiempo que había calado completamente y notaba el agua escurrirle desde el cabello por la frente, goteando abundantemente desde la nariz, labios y barbilla. Sus ropas eran un collage de manchas indescifrables y apestaban a sudor y a sangre. Pese a todo, se sonreía. Era una sonrisa fea y ácida, cargada de resentimiento. Pero era una sonrisa. Y eso era mucho más de lo que esperaba llegar a conseguir para sí mismo tan pronto.
Al fin y al cabo, había logrado su objetivo. Estaba convencido de que en esos momentos nadie podía seguirle. El camino elegido era intransitable, y los mitos y leyendas locales no hacían ningún bien sobre la moral de un gremio tan particularmente supersticioso como era el de la milicia llana. Si hacía falta algo más para refrenar los ímpetus belicosos de sus perseguidores, se había molestado en ornamentar el comienzo de la senda con los cadáveres de la única mesnada que había conseguido darle alcance. Él no había sido delicado, y estaba seguro de que la fauna de la región, atraída por el sugestivo buffet, no había contribuido a suavizar la dantesca estampa.
Preferiría no tener que haberlo hecho, pero no lo lamentaba. Ellos eran tres, y ninguno pasaba de los veinte años. Le habían alcanzado espoleados por el entusiasmo y determinación propios de su juventud. Cualidades que en estos casos bien es sabido que siempre vienen acompañadas de una generosa dosis de soberbia. El que resultó ser el mayor, que lucía orgulloso una rala barba mal cuidada, se le había cruzado en medio del camino saliendo sobre su montura de detrás de unos altos matorrales que flanqueaban la ruta. Antes de que le diese tiempo a tomar determinación alguna, escuchó detrás de sí los pasos de los otros dos. Iban a pie, y ambos mantenían los brazos cruzados sobre su pecho en una pose de insultante superioridad. Uno de ellos era pequeño y esmirriado. Tenía la tez muy pálida, el cabello muy rubio y la mirada muy fría. El otro era la total antítesis. Alto, fuerte y bronceado, dejaba entrever a través de su mueca socarrona unos muy escasos y torcidos dientes amarillos. Instintivamente empezaron a intercambiarse miradas pícaras, como zorros infiltrados en un gallinero que ya se relamen por el festín que les espera. Trataban de asegurarse que su cerco no dejaba fisuras a través de las que su presa pudiese escabullirse. Desde su inexperiencia no se percataron que esa no era una posibilidad que él pensase evaluar. Por fin el jinete le dedicó unas palabras.
– Tú… Fremont, escoria criminal. Ten claro que al primer mal gesto te desparramamos las tripas de un tajo. Estate quietecito y evítanos tener que mancharnos las manos. – dijo mientras se bajaba de la montura sin quitarle ojo de encima. Al poner los pies en tierra desenvainó la hoja que llevaba al cinto. Los otros dos le imitaron inmediatamente –. Ya se las mancharán otros con más interés en ello… a mí sólo me interesa el premio.
– ¿El premio? – Fremont frunció el ceño. Repentinamente se dio cuenta de que las espadas eran las únicas armas que llevaban, y estalló en una carcajada cínica –. ¡Ahhh…! Ya veo, papá no os deja jugar con pistolas todavía, ¿eh? Me queréis para demostrar a papá que ya sois mayores, ¿no? Pues me temo que todavía van a tener que limpiaros un tiempo la mierda del culito… espero que entendáis la analogía…
– ¡Cierra el pico, gilipollas! – dijo el pálido enrojeciendo súbitamente de rabia. Sus aspavientos recordaban profundamente a los de un chiquillo caprichoso. Sus ojos ardían de odio.
– Las bridas Xove, átale las manos – le pidió el mayor al moreno. Se mantenía aún razonablemente sereno, pero se notaba que la actitud de Fremont le empezaba a poner nervioso y bullía de ganas de resarcirse del comentario.
– ¡Ni bridas ni mierdas! ¡A este payaso yo lo destripo ya mismo! – proclamó de nuevo el pálido lanzándose a la carrera con el filo en la mano.
Luego todo pasó muy deprisa. Una patada a la media vuelta en pleno estómago al que iba en carrera le hizo doblarse y abrir la boca en un gemido, circunstancia que Fremont aprovechó bien para sacar de la caña de la bota un estilete que le metió por la boca hasta la garganta, surgiendo de forma impetuosa el filo por la nuca del muchacho. Al ya cadáver le arrebató la ya para él inservible espada y la lanzó contra el moreno, que permanecía inmóvil y había perdido súbitamente gran parte del color. El impacto le lanzó violentamente hacia atrás. Medio latido de corazón después yacía en el suelo con la cara convertida en una irreconocible masa sanguinolenta donde la hoja permanecía incrustada al bies.
Al verse solo, el de las barbas ralas dejó caer su mandoble y se dio la vuelta, tratando de alcanzar el caballo. En vano. El sonido de un estallido seco y en un segundo estaba arrastrándose por el suelo encharcado, aullando de dolor mientras Fremont se acercaba despacio sosteniendo un humeante revólver Hastings Cobra .44.
– ¿Sabes lo que cuesta conseguir un cartucho del cuarenta y cuatro como el que tienes en las tripas? Digamos que, ahora mismo… es lo de más valor que llevas encima. Pero no te preocupes, doy por saldada la deuda con tu yegua mora y tu hierro. Y no te preocupes por el dolor… calculo que en un par de horas ya no sentirás ninguno.
Unos sollozos ahogados le hicieron volver de su ensimismamiento. Al levantar la vista se encontró con sorpresa con una figura tendida en mitad del camino. La profunda oscuridad de la noche no permitía discernir detalles, pero la voz era indefectiblemente de mujer.