Selina Aramar se llevó una vez más la mano al tobillo derecho. Como las cinco veces anteriores no pudo evitar la mueca de dolor que se dibujó en su cara con el simple roce de las yemas de los dedos, aunque en esta ocasión además una lágrima se le escapó por el rabillo del ojo fluyendo rápida sobre su mejilla hasta perderse precipitándose desde su mentón. No necesitaba más confirmaciones, desde el principio se convenció de que estaba roto, pero no sabía qué hacer. El dolor le nublaba la razón y le impedía pensar con claridad.
– ¡Mierda, joder! ¡Puta mierda! – gritó en la inquietantemente silenciosa oscuridad. Se sentía mucho más impotente y asustada que enfadada, pero intentó sonar ruda e impetuosa para darse valor. No funcionó. Repentinamente estalló en ahogados sollozos que acompañaban a los grillos en una orquesta melancólica. Entonces lo escuchó.
Pasos. Crujir de ramas podridas y gravilla. Remover de hojas y el sonido rítmico, casi musical, de los cascos de un caballo. Dejó de lloriquear. Sintió el miedo como un puño en el estómago paralizarla por unos segundos y acto seguido la adrenalina disparándosele en el torrente sanguíneo y devolviéndole parte de la lucidez perdida. Por un momento olvidó el dolor, pero el repentino movimiento impulsado por el instinto de supervivencia se lo recordó al instante a modo de electrizante punzada que le recorrió la pierna hasta el muslo. Intentó arrastrarse ayudándose primero de codos primero, luego apoyándose sobre los antebrazos para acabar incrustar los dedos en el suelo, arañando la mezcla húmeda de gravilla tierra. Apenas se había movido un par de metros y le quedaban al menos otros seis hasta llegar al terraplén protegido de helechos y castaños que quería usar como escondite… y los pasos sonaban ya muy cerca. Percibía el repiqueteo hueco de la montura desplazándose al paso a pocos metros en la oscuridad.
– Rastreadores… esos hijos de puta me rajarán como a una sandía y decorarán el camino con mis tripas – murmuró para sí misma. Se reprochó mentalmente no haberse apercibido antes, ella siempre tan alerta, tan atenta –. ¿Cómo no pude escucharlos? ¡Si son más escandalosos que unos putos vendedores de cacerolas ambulantes! Bah, el jodido barrizal amortiguó el escándalo de esos cabrones... la maldita lluvia – trató de excusarse. Pero sabía que se engañaba a sí misma. Al fin y al cabo, en Estuvert siempre llovía. Simplemente era demasiado orgullosa como para reconocer que estaba demasiado asustada para prestar atención a nada.
Finalmente se rindió. Se tumbó extendida boca arriba en medio del camino, resignada. Sintiendo las gotas de lluvia sobre el rostro y la humedad del camino calarle la desgajada ropa hasta los huesos. De las sombras asomó despacio la difusa figura de un hombre que caminaba junto a su bestia sujetando las riendas en corto. Selina sintió sus labios temblorosos no sabiendo que mueca representar, y sus párpados sosteniendo a duras penas un mar de lágrimas a punto de desbordarse.
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