lunes, 13 de agosto de 2007

Nos veremos en el infierno, bastardos podridos...

Hoy me siento orgulloso de mí mismo. He hecho las cosas como hay que hacerlas y me puedo marchar con la cabeza bien alta. Para quien no sepa de que estoy hablando, basta con que lea el post "Desilusión laboral" de este mismo mes, y enseguida comprenderá.

Durante toda esta semana, desde mi discusión con mi jefe por el tema del sueldo, me he dedicado a dejar las cosas que había empezado acabadas. Les he restaurado el equipo donde, irresponsablemente, mantenían la única copia de toda la información digital de la empresa (salvando la copia de seguridad que yo mismo hice al poco tiempo de llegar) y vuelven a tener todo en orden. Además también he acabado de retocar detalles de la web que se me habían encargado.

Cabe destacar que hoy era el último día que yo mismo me había planteado de márgen para obtener una respuesta a mis inquietudes de cara a tomar una decisión. Sin embargo, no he necesitado siquiera la necesidad de tomar yo mismo la iniciativa: hoy mismo fuí llamado ante el jefe para comunicarme la respuesta a mis dudas. Una vez a solas con él, fué tajante: Las cosas se quedan como están. "Sin lugar a discusión, imagino...". Ante eso sólo obtuve un leve encogimiento de hombros. Sin variar el tono ni la actitud, me levanté diciendo "Pues por mi parte, nada más". Por fin conseguí reflejar la duda en la cara de ese hombre: "¿Qué quiere decir eso?". En ese momento ya estaba de espaldas tratando de abrir esa maldita puerta que se atasca: "Si me disculpa un momento, ahora mismo se lo aclaro". Salí del despacho y volví a mi sala habitual de trabajo. Allí, de mi maletín saqué la carta de dimisión que me lleva acompañando toda la semana (por supuesto, actualizando convenientemente las fechas) previendo este momento. Comprobé que el texto y los datos fueran correctos y lacré el sobre. Volví ante su presencia y con las palabras "Aquí se aclara" se lo entregué. Inmediatamente volví a mi sala a recoger mis pertenencias. Por ese día mi jornada había acabado, y además esta vez era para no volver. Cuando ya me marchaba, antes de despedirme, me comunicó que a partir de la semana próxima se me ingresaría la liquidación. Que irónico. Sólo en la liquidación de lo que va de mes faltarán dieciocho euros. Y si contamos el total de lo que llevo trabajado, contando el dinero del profesor que me contrató y cuyo dinero ha pasado a ser patrimonio de la academia cuando debería ser mío, la deuda asciende a los ciento treinta y dos euros. Preferí mantenerme callado. Ya no merece la pena discutir. Que hagan lo que quieran, ahora sí, allí no me vuelven a ver el pelo jamás.

Para acabar la odisea, hace escasas horas llamé al profesor que me contrató inicialmente. En primer lugar, para comunicarle que había presentado mi dimisión, por lo que me sentía obligado a despedirme de él. En segundo, agradecerle su apoyo aunque las cosas salieran mal. Y en último lugar, para que supiera, que aún ahora su dinero no me había llegado a mí en ningún término, si no que la academia para la que trabaja se había adueñado de él de manera ilícita.

Y aquí estoy. Otra vez sentado delante de mi ordenador. Por una parte indignado e incrédulo, por haberme encontrado con una empresa cuya administración es capaz de perder toda su credibilidad por cuatro duros. Que es capaz de faltar a su palabra sin sonrojarse. Y lo más bochornoso: que es capaz de quedarse con dinero que no lo corresponde y cuya única actividad a realizar con él sería la de actuar como intermediario entre dos de sus trabajadores.

Por otra parte me siento aliviado, por saber que esta situación ha acabado. Y además no creo que pudiera haber acabado mejor. Una actitud como la que he recibido es muestra de que todo lo ocurrido no ha sido consecuencia de un error, lo que conseguiría mantenerme en un perenne estado de desconfianza. Y trabajar en un sitio por cuatro duros y en estado de tensión no es lo que busco en estos momentos.

Y en último lugar me siento orgulloso. Orgulloso de mí mismo por no dejarme engañar ni embaucar. Al menos no más de lo que ya han conseguido. Me tomaron por un pippiolo sin carácter y al final el perro pequeño no ha dudado a la hora de ladrarle al grande. Y haciendo saber con argumentos concluyentes que hay razones de peso para hacerlo. Con lo fácil que era mantenerme contento, no supieron jugar bien. Y al final, se les ha roto el juguete.

¿Y ahora qué? Pues me remito a unas palabras que dije hace menos de dos meses. Carpe Diem. Está claro que las cosas siempre me salen mejor cuando me las topo a cuando las planifico. Ya se verá.

No hay comentarios: