sábado, 26 de abril de 2008

Fetiches personales

Todos somos un poco fetichistas, y no me refiero al ámbito sexual. Tras esta primera frase que me proporcionará innumerables visitas desde consultas guarras en Google aclarar que me refiero a que todos tenemos algún objeto o prenda al que, al margen de resultarnos útil o estéticamente bonito, le tenemos un especial cariño que lo vuelve insustituible.

Recuerdo un pequeño peluche que tenía de pequeño. Un pequeño perro marrón de nombre Tristón (nombre comercial, no lo bauticé yo) con el que desde que nací dormía cada noche. Un día en el Catecismo (sí, incluso los que no somos precisamente ejemplos de Fe tenemos un pasado) la tutora nos invitó a llevar el próximo día nuestro peluche favorito a la clase. Yo, como no podía ser de otra manera, decidí que Tristón debería ser el elegido. Sin embargo tristemente ese mismo día a la salida de la Catequesis cuando bajaba las escaleras de la mansión de estilo barroco que acogía las clases entre la multitud de niños se me escapó de la mano el peluche, y pese a mis esfuerzos, nunca más volví a encontrarlo. Pese a contar casi con nueve años no fueron pocas las lágrimas que vertí por aquel peluche, aunque debo confesar que en mi infancia he sido, más que sensible, llorón. Mis padres se sintieron obligados a reemplazar aquel muñeco de felpa para consolar a su hijo, pero no consiguieron encontrar un modelo similar (probablemente hubiera sido igual aunque lo hubieran encontrado) y durante mucho tiempo sentí la nostalgia de su pérdida.

A día de hoy cuento con varios de estos fetiches. El ratón del ordenador desde el que escribo tiene ya marcas evidentes del paso del tiempo. La pintura está desgastada en la zona de los botones y donde se apoya la mano, y el logotipo de la marca ha desaparecido completamente. No es un deterioro gratuito: me acompaña desde mi primer ordenador hace ya una porrada de años (¿ocho años? ¿Tal vez nueve? ¿Más? ). Aún así sigue funcionando como el primer día.

También conservo aún por ahí mi primera revista cochina, a la que no sería cabal decir que le tengo cariño, pero sí me recuerda los tiempos en los que los adolescentes de quince años no disponíamos de Internet para saciar nuestros incipientes bajos instintos. Me hace esbozar una sonrisa muda recordar aquellos días. El nerviosismo al comprarla, la tensión por la necesidad de mantenerla oculta en una casa donde era difícil mantener un secreto, la admiración de mis espinillados congéneres…

Sin embargo en la actualidad mi principal fetiche (siempre manteniendo la acepción que he mantenido durante todo el texto) es uno muy diferente: un simple pijama. Un sencillo esquijama granate y gris. Y el motivo que me ha invitado a escribir esto es que… se muere. No recuerdo desde cuando lo tengo ni tampoco cuando se convirtió en mi favorito, pero de ambas cosas puedo asegurar que hace mucho. Y pese a que estoy seguro que he crecido mucho desde entonces (estoy hablando de muchos años), sigue quedándome igual: cómodo, no demasiado suelto ni demasiado prieto. Así que he llegado a la conclusión que ha crecido conmigo. En definitiva, es una entidad con vida propia: como el traje negro de Spiderman. No obstante el pobre ha alcanzado la ancianidad de los simbiontes y empieza a acusar el paso del tiempo. Las cicatrices recosidas le empiezan a pasar factura, nuevos agujeritos surgen espontáneamente por su entramado y el color ya no es el que era. Sin embargo yo soy hombre de un solo pijama, así que aún a día de hoy sólo tengo ojos para él. No sé cuánto tiempo le quedará, pero pienso vivirlo con él intensamente hasta el final. Por eso he querido rendirle este pequeño homenaje. Para que cuando no esté su espíritu siga presente. Sólo me resta decir, mientras me golpeo con el puño en el pecho y me muerdo el labio inferior emocionado, Va por ti campeón ;_;

jueves, 24 de abril de 2008

Cosas increíbles

"Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Chicas en pantalones blancos que se les ajustan como un guante (AY OMÁ QUÉ RICAS!! =D~ ). Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de dormir."

viernes, 11 de abril de 2008

Secretos de confesionario

Me considero una persona honrada, fiel y leal. Siempre he tratado de ser honesto tanto con los demás como conmigo mismo, y creo que quien mejor me conoce así lo considera. Además he aprendido a ser discreto cuando las circunstancias lo requieren. Es por esto que en varias ocasiones he tenido el privilegio de ser secreto confidente de aquellas personas importantes para mí que necesitaban contar algo íntimo que debía conservar la confidencialidad. No obstante, pese a que disfrutar de esa confianza y complicidad resulte agradable, en ocasiones deriva en situaciones en las que no sé cómo reaccionar.

Empatizar con una persona que se derrumba moralmente me resulta francamente arduo. No sé cómo debo actuar o qué debo decir que no suene hueco o tópico. No sé qué gesto poner o qué hacer con las manos. No sé si arrimarme o dejarle su espacio. Ese intenso deseo de consolar a esa persona para que no sufra unida a la incapacidad para actuar me provoca una desagradable mezcla entre tristeza e impotencia que se me agolpa en la boca del estómago. Porque no hay nada más frustrante que ver sufrir a quien quieres y no saber qué hacer para solucionarlo.

¿Preferiría entonces no padecer estas situaciones? Pues en realidad no. Pese a que resulte contradictorio, que alguien me estime tanto como para permitirse derrumbarse en mi compañía… me fascina. Quizá sea porque yo siempre he evitado exteriorizar delante de alguien la magnitud real de mis sentimientos. Siempre procuro interiorizarlos cuando estoy en público permitiéndome sólo reventar cuando estoy en la más estricta soledad. Por eso que alguien pueda sentirse en estas situaciones tan cómodo en mi compañía como lo estaría a solas consigo mismo me hace sentir un gran orgullo personal y me permite valorar de otro modo a esa persona y la relación que mantenga con ella.

Por eso seguiré tratando de hacer las cosas como las hago si eso sirve de ayuda a aquellas personas que me consta que se lo merecen. Porque en compañía las cargas pesan menos.

lunes, 7 de abril de 2008

Si los bichos trabajasen en la tuna...

Un latente sentimiento de odio germina en mí desde hace semanas. Y ahora que se ha hecho visible no puedo contenerlo. No puedo… no quiero hacerlo. Quiero justicia. Quiero venganza. Quiero sangre… su cabeza clavada en una estaca para regocijo de mis más oscuras y sádicas pasiones. Sí, lo confieso sin temores ni vergüenzas: señores, odio a esas putas palomas. Las odio con toda mi alma.

Con la inminente llegada de la primavera parece ser que se aproxima la época de apareamiento de tan simpáticos animalitos, y los traviesos pichones entonan sus cánticos de cortejo para atraer a la ingenua hembra que consienta desahogar sus bajos instintos dando de paso lugar al milagro de la vida. Así que porque los putos pollos de ratas con alas anden salidos tengo que aguantarlos posados en mi terraza gorjeando desde las siete de la mañana, inflando y desinflando el buche al mismo ritmo que lo hacen los mis huevos.

Que sí, que siempre he sido muy tolerante con la naturaleza y sus caprichos, pero la paciencia se va disipando según el sueño aprieta… y para tener bichos que armen escándalo por sus ganas de joder a las tantas de la mañana ya me bastaban mis vecinos.

Puntuales cada mañana me despiertan temprano para que pueda disfrutar a tope el día. Y regularmente a lo largo del día me visitan para entonar sus alegres sinfonías en mi balcón. Más de una vez me he encontrado saliendo al balcón haciendo más gestos con las manos que un controlador aéreo bailando el aserejé con sobredosis de LSD. Y aún así las cabronas no me hacen ni puto caso. Me miran con gesto de incredulidad (o eso me parece, tal vez porque al tener los ojos en los laterales de la cabeza tengan que mirar así, porque lo que son músculos faciales no tienen…) y ahí se quedan. Después sólo me queda dejarlas un instante a reflexionar mientras vuelvo con una escoba en la mano a trote de Kevin Costner en Braveheart echando espuma por la boca. Sólo así se ahuyentan. Y en cuanto me doy la vuelta y vuelvo a correr la cortina escucho el aletear del bicho posándose de nuevo. Me doy la vuelta y ahí está, perenne. Si en vez de pico tuviera labios estoy seguro que mostrarían una sonrisa socarrona.

Ya no me basta con que no vuelvan. Ni siquiera me satisfaría suficiente su muerte aunque fuera incluso a mis manos. Ahora lo que quiero saber donde viven, su nido. ¿Para qué? Muy sencillo. Para que cuando pase su época de celo visitarlas todos los días a las tantas de la mañana, ponerme en la rama de al lado de su nido y gritar “¡¡¡Chico guapo y simpático busca maciza para polvete!!!”. Quiero hacerlas sufrir. Así aprenderían esa bastardas podridas.

Y no os engañéis. Noé no liberó a la paloma para que buscara tierra. Lo que dijo en el momento en el que la soltó fue: “Vete a cagarle el barco a los de Green Peace hija de puta, a ver si te ahogas por ahí”.

En fin, creo que liberadas tensiones ya me siento un poco mejor… hasta mañana por la mañana. Eso sí, al primero que me mencione la “paloma de la paz” me lo cargo.